Tengo treinta y tres años.
Anteayer a la medianoche, comprendí por primera vez Conan, El Bárbaro, la película de 1982 dirigida por John Milius (he de investigar sobre este Señor) con guión del mismo y Oliver Stone. Por primera vez tras múltiples visionados y mañaneras interpretaciones, sentí complicidad con el personaje. Debe ser duro hacer todo lo que hace, difícil tomar esas decisiones y llevarlas a cabo. Conan madura demasiado deprisa: se ve expuesto a todas las experiencias físicas de la vida muy temprano: muerte, dolor, explotación, sexo, guerra, placer. Y por eso, porque ya las conoce de sobra, puede dedicarse a buscar lo auténtico, lo espiritual, el resto de su atribulada vida; porque ha madurado. Porta la Rueda de la Vida (la misma que se ve obligado a empujar durante varios años tras caer prisionero del pueblo invasor, en una secuencia en que el personaje hace avanzar el reloj de sus días a base de sudor y músculo) colgada del cuello.
Resulta que finalmente Conan no es la masa de músculos que nuestros ojos, a veces infantiles y traviesos, pretenden que sea. Finalmente es todo lo contrario. Es la reivindicación de la personalidad, del camino propio, del individualismo, de la Justicia: por encima de todo imperio o poder fáctico. Un überman auténtico, sin colores ni capas, con el ceño bien fruncido. Porque todo héroe verdadero es dramático.
La respuesta última no es la venganza (consumada de la manera más épica que hemos visto): la gran revelación es que el combate continúa después, eterno. El Secreto del Acero, aquel en que su progenitor le iniciara, no es la violencia, no el acero en sí. Es la combatividad, la lucha por lo que uno cree, la búsqueda del Yo a brazo partido. El buen uso de la técnica (metal), el combate dialéctico en el plano más cotidiano. Pues al final, el mensaje es claro: Mata, masacra a tus sacerdotes de la serpiente, mata a tus sacerdotes de Set, no lo dudes ni un momento. Llevando los aportes de las buenas obras al plano personal, algunos tendríamos que haberlos enfrentado hace media vida, pero más vale tarde que nunca, aunque más ardua sea la tarea.
Huelga mencionar la enorme banda sonora a cargo de Basil Poledouris (imposible el mero amago de comparación con cualquier partitura del Hollywood actual), que refleja maravillosamente el espíritu de la cinta (refleje ésta mejor o peor el espíritu de los libros de Robert E. Howard): Grandilocuente, gloriosa, épica (aludiendo a las proezas físicas del héroe), pero salpicada de acordes menores, trágicos, dramáticos, vehementemente tristes, que nos recuerdan que Conan no consigue ninguno de sus logros sin sufrimiento; no mata sin lamentarlo, no vence sin recibir heridas. El precio de seguir el camino propio, por encima de toda convención, pronóstico y probabilidad.
El pequeño Conan pierde la mano de su madre demasiado pronto. Aquí desaparece el Niño que no retornará hasta consumarse la venganza, completando a la persona.
La sobrecogedora mirada del sacerdote de Set, embaucadora, solo útil a sus propósitos. Conan contempla cómo su madre se doblega ante ella y por ello pierde la cabeza. En el futuro, se enfrentará a la misma situación, pero entonces el acero vencerá a la carne, rodando la cabeza del sacerdote.
Una de mis escenas preferidas. Crucificado a un árbol como el titán Prometeo (la referencia se observa hasta en el buitre que intenta comerle, como en el mito clásico), es rescatado por un amigo. La risa oronda que escupe cuando ve a su rescatador en la lontananza refleja la alegría de sobrevivir, y a la vez la de saber, de pronto, el futuro que le espera al asesino de sus padres. La música que suena a partir del minuto 2:00 es una de mis preferidas de la banda sonora. Es de una belleza inexorable.
Toda la cinta es de una belleza sobrecogedora.
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